• 01/04/2023

Está devaluado envejecer

Está devaluado envejecer

Por Juan Carlos Bataller

Si, señores. Está completamente devaluado envejecer.
Un par de siglos atrás llegar a la ancianidad tenía sus recompensas.
Eran a los que siempre resultaba oportuno consultar para evitar las estupideces propias de la inexperiencia. 
Era tan natural asimilar que la vejez traía la recompensa de la sabiduría que incluso para representarla se recurría a la imagen de un anciano de blancas y largas barbas.
Después llegó la televisión y los referentes dejaron de ser los veteranos. El rating prefirió a las jovencitas de redondeadas colas y artificiales lolas y a conductores de blancos dientes y esperma urgente.
Para completarlo, toda la información del mundo estuvo disponible en Internet
El resto lo hizo la tecnología. 

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Una tomografía axial computarizada veía mucho más profundo que el famoso ojo clínico del médico especializado; los software de la computadora superaron a la experiencia del arquitecto y a los cálculos de estructuras del ingeniero civil… 
O al menos, esto creyeron todos.

Mientras tanto, los ancianos dejaron de ser lo que eran.
Los ancianos de hoy son mucho más viejos.
Aquel viejito de 60 años ahora es un señor o señora en plena actividad.
Los hábitos de vida y la medicina han hecho que muchas personas tengan vida activa hasta pasados los 80.

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Pero ¿después qué?
Ya los diarios no dicen que “don Tomás de 53 años, murió tras sufrir los embates de una larga dolencia”.
Don Tomás Moderno sobrevivió hasta pasados los 80.
Pero el paso siguiente no fue la muerte sino las enfermedades crónicas que lo incorporaron al grupo de parkinsonianos, arteroescleróticos, desmemoriados seniles, siempre devoradores de una inmensa gama de medicamentos.

Digámoslo claramente: el progreso ha desterrado la idea del hogar como núcleo familiar integral. Es más: está desapareciendo la familia grande.

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Ese fue el momento en el que don Tomás Moderno comenzó a internarse en un inmenso desierto sin oasis a la vista.
Desapareció el abuelo que te sacaba caramelos de la oreja cuando iba a buscarte al colegio y que te contaba cuentos mientras te arropaba para dormir.
Ahora es esa persona arrugada, que huele raro, y a la que hay que ir a visitar los domingos por la tarde para que no se ponga triste.
Para colmo de males, la hija ya no es un ama de casa que generalmente cargaba con la tarea del cuidado de los mayores en el domicilio conyugal. Ahora es una trabajadora más por lo que no tiene tiempo para antiguos menesteres.
Es en ese momento cuando los hijos lanzan al anciano contra otros hijos, como si fuera una pelota.
Como si a todos los hijos les quemase entre las manos su anciano padre o madre, van pasando de casa en casa, por cortas temporadas para hacer el trance más soportable, hasta que un día uno de los hijos dice: “¡Basta!” y el anciano es despedido hacia el geriátrico más acorde con las posibilidades económicas de la familia.

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Y allí va el abuelo, hacia su destierro definitivo.
Deja atrás la propia casa para ir a la casa de nadie, sin que la vida pueda ofrecer ya algo.
Seamos claros: nadie tiene derecho a juzgar.
Los motivos de todos los hijos -incluidos nosotros mismos que también fuimos hijos- están justificados hasta en lo inverosímil.
Lo que suena morboso es que además de mandarlos al geriátrico, les demos una palmadita en la espalda diciendo: “vives como un rey/reina en esa residencia y además puedes conversar con amigos todo el día. ¡Ya me gustaría a mí estar viviendo así!”.

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Digámoslo claramente: el progreso ha desterrado la idea del hogar como núcleo familiar integral.
Es más: está desapareciendo la familia grande.
Las familias actuales están compuestas por pequeños grupos unicelulares donde la figura del abuelo apenas si encuentra su lugar.
El ritmo de vida actual, el hedonismo de la sociedad de consumo, la reducción del espacio, hacen que cada vez sea más complicado cuidar de los ancianos.
La escasez de las jubilaciones convierte en una quimera el acceso a un cuidador domiciliario o el ingreso en un centro especializado.

Lo que suena morboso es que además de mandarlos al geriátrico, les demos una palmadita en la espalda diciendo: “vives como un rey/reina en esa residencia y además puedes conversar con amigos todo el día. ¡Ya me gustaría a mí estar viviendo así!”.

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Me recuerdo joven hablando de mi abuelo con mis hermanos. Lo notábamos más lento e irritable.
-¿Se dará cuenta de lo que estamos diciendo?
Con los años aprendimos que una persona de edad avanzada puede estar cansada y hasta desmemoriada, puede estar más lento e irritable pero nadie se vuelve tonto de la noche a la mañana simplemente por ser anciano. 

La ancianidad no es sinónimo de enfermedad y demencia senil. 
Recién ahora, cuando ya no están ni nuestros abuelos ni nuestros padres, nos preguntamos: ¿No será más bien que no les dejamos otra posibilidad que convertirse en aquello que a nosotros nos interesaba?
Pero ya es tarde para hacernos preguntas. No falta tanto para que tengamos respuestas.
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Mientras tanto, los viejos son habitantes de la economía de mercado.
Mientras son independientes, aseguran turistas de bajo precio durante las temporadas bajas.
Luego, se transforman en un buen negocio para profesionales de la salud, farmacias, laboratorios y fabricantes de medicamentos, para terror de las obras sociales.
Finalmente, son fuente de ingresos para geriátricos y cuidadores domiciliarios.
Y no olvidemos a arrebatadores, sádicos y ladrones a domicilio que siempre prefieren a un viejo como víctima.

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El Indec dice que ya hay 3.500 argentinos mayores de cien años. Es más, los mayores de 65 superaron a los menores en 15.

Vivimos un mundo de viejos con caducidad postergada.

Y en ese mundo donde todo cambia tan rápido, lo único seguro es que todos tenemos un viejo encima.