- 29/04/2023
Historia


POR GUSTAVO RUCKSCHLOSS
Abuelita era una gringa, gringa. Nacida en algún pueblo de aquella Europa que pasó por pestes y migraciones. Pero, en especial, que padeció guerras, muchas y muy variadas.
De un lado o de otro siempre había que fortificar el pueblo y poner en lo alto el castillo o el palacio de los privilegiados que protegían su cuero, mientras el pueblo ponía el pecho al enemigo y el sudor a la tierra.
Correspondía que dentro del burgo, las callejuelas fueran empedradas y no más anchas que lo necesario para el paso de un burro cargado con leña. Y lo más recta que permitiera un complicado terreno. Seguro que había un río que daba de beber a gentes y bestias y, que habría que cruzar por el obligado puente de piedra.
Hecho firme y a mano. La infaltable iglesia que debía despertarlos temprano y llamar a misa a los lerdos. Iglesia que debió haberse hecho durante décadas de arduo e ingenioso trabajo de increíbles artesanos e ingeniosos arquitectos.
Las religiones iban de unas tierras a otras con migraciones que después de las correspondientes guerras, terminaban por amalgamar a los invadidos con los invasores, siempre pagando con sangre alguna cansada paz.
Aquella gringa sabia, decía que hay que tener una meta importante pero alcanzable en la vida y que hay que tener la habilidad de concretarla antes que el tiempo entrometiese algún impedimento físico.
Era a lo único que ella respetaba porque no estaba a su alcance manejar, la salud. Todo lo demás, con tesón y sudor, se consigue, decía ella.