• 14/10/2023

Tiempos de incertidumbre

Tiempos de incertidumbre

Escribe: Juan Carlos Bataller

Vivimos tiempos de incertidumbre. Y no es bueno que los seres humanos encuentren un gran signo de interrogación cuando preguntan hacia donde vamos.

Es maravilloso que exista una “inteligencia artificial” que hasta piense por nosotros. Pero no olvidemos aquellas pequeñas cosas que dan sentido a la vida.

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El mundo vive grandes cambios tecnológicos, no hay dudas. Pero, aunque a menor escala, los cambios siempre estuvieron presentes.

Mis abuelos llegaron a la Argentina cuando terminaba la primera década del siglo XX. Es decir, hace más o menos 115 años, cuando el mundo estaba cambiando a una velocidad asombrosa.

En esos años, precisamente, llegaron los primeros automóviles a San Juan.

Y se instalaron los primeros teléfonos. Y la luz eléctrica iluminó las calles y las viviendas y dio paso al asombroso mundo de las máquinas.

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Sí, fueron años de tremendos cambios.

Imaginemos por un momento lo que significó simplemente  la llegada del automóvil.

Hicieron falta calles y caminos, “bombas” de nafta, talleres, garajes, mecánicos, gente que además de poder pagar un auto, aprendiera a conducirlo, nuevas leyes de tránsito.

Todo el sistema de transporte cambió.

Mi abuelo materno, que se llamaba Alfredo Parietti y era italiano, fue uno de los hijos de esa revolución: se hizo mecánico de automotores. Y vivió de mecánico, en su taller de Trinidad, hasta el final de sus días.

En todos los cambios que hasta hoy vivimos estuvieron los hombres y mujeres de mi generación. Asombrados, como debió asombrarse aquel remoto tatarabuelo el día que descubrió el fuego.

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En palabras sencillas: a partir de los nuevos desarrollos tecnológicos, de los descubrimientos, se fueron acumulando los grandes cambios que a lo largo de los años fueron transformando las sociedades. Pero el hombre seguía siendo el protagonista.

A las actuales generaciones les toca ser protagonistas de otra “gran revolución”.

Una época de cambios tan drásticos y profundos como aquella que cambió la carreta por los camiones, las travesías en barcos por los aviones y el trabajo basado en la fuerza humana o animal por la máquina.

La telefonía, las redes informáticas, las nuevas energías, los satélites, la nanotecnología, la robótica, son hoy los soportes que nos llevan a “otro” mundo.

Pero seamos claros: esos son los soportes, como hace un siglo lo fueron la máquina y la electricidad.

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El puente que unía los extremos de ese mundo en transición tuvo siempre un nombre: educación.

Las inversiones en educación son de rendimiento lento. No les lucen a los gobiernos. Movilizan resistencias en algunos actores de la educación y obligan a postergar otras demandas.

Pero si ya vamos en ese camino de cambios permanentes no hay otra que prepararnos para ser parte ese mundo.

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Quién esto escribe fue un producto de la escuela pública y la cultura del trabajo. Se crió con la radio, vio nacer la televisión, se apasionó con fenómenos maravillosos como que decenas de canales llegaran a nuestra casa las 24 horas del día, que los satélites lo mantuvieran conectados con el mundo y que un pequeño teléfono celular se transformara en un fenomenal medio de comunicación y de archivo de conocimientos.

Cuando suenan campanas anunciando máquinas cada día más inteligentes, la incertidumbre comienza a pegarse a nuestra piel. No alcanzamos a avizorar cuáles son los límites de ese crecimiento incontrolable ni si la barca tiene cabida para todos los tripulantes.

En todos los cambios que hasta hoy vivimos estuvieron los hombres y mujeres de mi generación.

Y es cierto que ante cada cambio, quedábamos con la boca abierta.

Asombrados, como debió asombrarse aquel remoto tatarabuelo el día que descubrió el fuego.

Pero siempre tuvimos en claro que atrás de cada uno de esos adelantos estuvo presente el recurso humano.

Atrás de cada poema había un poeta, los cantautores nos hacían emocionar, las leyes eran producto del debate entre humanos, los periodistas nos comunicaban las buenas nuevas y un médico de carne y hueso atendía nuestros problemas de salud.

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Hasta ahora cada adelanto significó mayores oportunidades de trabajo, mejor calidad de vida, una mayor conciencia social y una educación que nos abría las puertas a todas las posibilidades que se iban presentando.

Por eso, cuando suenan campanas anunciando máquinas cada día más inteligentes, la incertidumbre comienza a pegarse a nuestra piel.

No alcanzamos a avizorar cuáles son los límites de ese crecimiento incontrolable.

Y tampoco estamos seguros si la barca que nos transportará tiene cabida para todos los tripulantes.

Tal vez sólo sean las preguntas de un corazón envejecido.