• 22/04/2023

No es fácil gobernar San Juan

No es fácil gobernar San Juan

Una nota de Juan Carlos Bataller

No es fácil gobernar San Juan. No es casualidad que media docena de gobernantes hayan muerto violentamente, que muy pocos pudieran completar sus mandatos, que revoluciones o destituciones ajustadas a derecho hayan sido moneda corriente y que muy pocos hayan podido evitar que la historia los recuerde de manera muy poca piadosa.

Dos anécdotas que tienen como protagonista a nuestro máximo prócer explican de manera contundente lo difícil que resulta dejar contentos a todos los sanjuaninos.

A lo largo de la historia los sanjuaninos siempre han hablado de la necesidad de impulsar un cambio como base para el crecimiento.

—Hay que cambiar el modelo productivo.

—Hay que diversificar la economía.

—Hay que…

Pero en realidad… ¿queremos ese cambio?

Durante el corto lapso que Sarmiento gobernó San Juan (9 de enero de 1.862 al 5 de abril de 1.864), su gestión se caracterizó por una marcada impronta renovadora y progresista.

—Destruida Mendoza por el terremoto del año anterior, San Juan puede ser la Capital de Cuyo antiguo. Es preciso dar un centro de civilización en la falda de los Andes—, escribía Sarmiento a Mitre, poco antes de asumir.

—He hecho treinta años un papel contra natura, escribiendo, hablando, sin poder obrar, en medio de las resistencias.

Tengo por fin la acción, en pequeño es verdad, pero la acción y en tres años de gobierno les mostraré los puños que Dios me ha dado—, escribía a su amigo José Posse.

Una imagen de Sarmiento en su época de gobernador.

Y optimista sobre el futuro minero de la provincia afirmaba que las minas de plata de San Juan eran capaces de transformar la economía de la república.

—Presidir a esta revolución industrial, dirigirla en sus primeros pasos, sanar las heridas de San Juan, es gloria más sabrosa que ir de vicepresidente o ministro a disputar y pronunciar discursos.

En el corto lapso que gobernó, creó escuelas, fundó villas, ensanchó e iluminó calles, alentó la minería…

Lógicamente, para alentar el cambio hacía falta dinero.

Y para que el Estado tuviera dinero era necesario cobrar los impuestos.

Esto bastó para que Sarmiento se fuera quedando solo.

—Ya estamos empachados de progreso—, sostenía la oposición en sus discursos.

Hubo tumultos, manifestaciones y hasta renuncias de empleados de la administración pública.

Los mismos sanjuaninos que lo recibieron como el hombre que los sacaría del atraso, ahora lo tildaban de loco.

Extrañamente —o no— los cabecillas eran los que siempre vivieron del presupuesto estatal.

—Hoy me encuentro sin un centavo en las cajas provinciales, con urgencias que me he creado deseando hacer del gobierno un elemento de progreso—, contaba el gobernador Sarmiento al presidente Mitre.

—Usted debió contentarse con hacer un gobierno modesto—, le contestó Mitre.

—Esta provincia, señor, está quebrada y no tiene más porvenir que las minas que a Dios gracias son buenas. Tengo mucho temor que el señor Sarmiento no concluya su período. Este hombre está triste. Quiso realizar un pequeño gobierno de Buenos Aires en una provincia y, naturalmente, esto no se puede conseguir. De manera que los sufrimientos domésticos lo han agobiado y refluyen en las cosas del gobierno. O más bien, hablando en plata, Sarmiento es un magnífico tribuno, un publicista de primera clase… pero inconveniente para gobernar. Creo que usted le haría un inmenso servicio enviándolo en alguna misión al extranjero…

La carta con estos conceptos fue enviada por el observador presidencial Régulo Martínez el 9 de octubre.

Recibida por el presidente Mitre, éste buscó una salida airosa para el sanjuanino y lo designó ministro plenipotenciario en los Estados Unidos. Pocos días después, sin que el pueblo lo saludara como ocurrió a su llegada dos años antes, Sarmiento emprendía a lomo de mula un nuevo viaje a Chile, en el mayor de los silencios y las soledades.

En febrero de 1886 se produjo un hecho que pinta el modo de ser de los sanjuaninos.

Domingo Faustino Sarmiento era ya una leyenda viviente.

A los 75 años y tras haber sido presidente de la Nación, ministro, legislador y gobernador de San Juan, acepta ser candidato a diputado nacional.

Ya la obra que asombraría a generaciones, estaba hecha. Ya sus libros estaban escritos, sus batallas estaban dadas, los máximos honores los había recibido.

No obstante, Sarmiento acepta ser el candidato de todos, «como un sacrificio dados mis años» y un deber «a la hora del peligro de las instituciones».

Y atrás de su candidatura se unen ex federales benavidistas reconciliados, liberales de distinta extracción y hasta los grupos mitristas.

Era imposible que Sarmiento perdiera.

¿Quién tenía enfrente?

Un oscuro ex jefe de policía, Agustín Cabeza.

Sin embargo, Cabeza derrotó ampliamente a Sarmiento.

Mientras el Gran Viejo mascullaba su bronca atacando a todos los que le jugaron sucio para que no fuera electo, el ignoto Cabeza, que nunca habló en el parlamento nacional, ingresó en la Cámara con el nombre de Agustín Bravo Cabeza, nombre por el que nunca fue conocido.