• 09/03/2025

Anécdotas de don Leopoldo y doña Ivelise

Anécdotas de don Leopoldo y doña Ivelise

SEGUNDA PARTE

Leopoldo era un padre frecuentemente ausente pero cariñoso y proveía lo necesario para mi sustento y el de sus hijos, aunque mis gustos personales me los daba mamá: me compraba todo lo que yo pedía, pero eso sí: a su gusto, no al mío.

Esa primera vez con Leopoldito, cuando finalmente llegó, feliz, me dijo: “Pero qué criatura tan hermosa, tan grande…!” y lo cargó en sus brazos, y lo miró con tanto cariño, tan emocionado… y me acuerdo que le respondí: “Pero ¿qué decís?, Leopoldo, ¡cómo no va a estar grande si ya tiene tres días…!”.

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La madre de Leopoldo, doña Enoe, fue a saludarme y a conocer al nieto, acompañada por su hija Rosa y una empleada que tenían, Lala. Por esta muchacha me enteré de muchas cosas, para bien o para mal; era una chica simple que a veces hablaba de más, que hacía comentarios sin darse cuenta, sin dobles intenciones, o al menos es lo que parecía.

A través de ella supe acerca de una rumana por la que mi marido había intercedido directamente ante Stalin. Bravo, que con sus modales parsimoniosos pero firmes no padecía timideces de ningún tipo, le pidió a Stalin que interviniera para poder sacar a la rumana de su país porque quería casarse con ella. Así de simple.

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El tema, a pesar de los años transcurridos y que el episodio tuvo lugar cuando Leopoldo y yo todavía no nos conocíamos, todavía me intriga. Sin embargo, lo justifico: él era joven, tendría treinta y tres, treinta y cuatro años, ¡a quién se le ocurre ir nada menos que ante Stalin con una cuestión así…! pero ¡en qué estaba pensando…! Vaya uno a saber en qué estaría pensando Leopoldo, pero la autorización le fue concedida, según consta en una nota escrita por Leonid Maksimenkov y publicada en Pravda, el 8 de febrero de 1953, donde se detallan las circunstancias del encuentro y el diálogo entre el embajador argentino y Stalin. También estuvo presente el canciller Vishinski, Viacheslav Molotov y el secretario que transcribió el diálogo.

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En su momento este encuentro despertó todo tipo de asombros y suspicacias, porque Stalin —el Generalísimo, como se dirigían a él— no concedía entrevistas a nadie, vivía prácticamente recluído, trabajaba de noche y se rumoreaba que no se mostraba en público ni se dejaba ver porque estaba gravemente enfermo. De hecho, falleció un mes después.

Ernesto Castrillón publicó en el suplemento “Enfoques” de La Nación, un artículo “Recuerdos de la Guerra Fría. Entrevista con Stalin” que no tiene desperdicio, acerca del encuentro Bravo-Stalin. Hay una posdata en la transcripción que Andrei Vishinski hizo de dicho diálogo, referida a la solicitud del embajador para que le ayudaran a liberar del cautiverio rumano a su supuesta novia y que dice así:

“Me dirijo a Su Excelencia Generalísimo Stalin como el amigo de Argentina y Rumania solicitándole que contribuya a que Margarita Ioana Stamatiad, asistenta de la facultad filológica de la Universidad de Bucarest (Rumanía) pueda obtener el permiso para viajar a Moscú porque quiero casarme con ella.

Es una muchacha discreta de una familia pobre, tiene principios democráticos.

En el momento actual está gravemente enferma y se encuentra en un hospital.

Solicito a Su Excelencia que haga gestiones ante el gobierno de Rumanía para que a esta muchacha le sea expedido el pasaporte correspondiente. Hasta el día de hoy el Ministerio de Rumanía no ha respondido a mi solicitud sobre el permiso de viaje para la persona indicada, a pesar de que esta solicitud fue enviada hace bastante rato.

Le estaré agradecido a Su Excelencia durante toda mi vida por la ayuda en este asunto.

Leopoldo Bravo.

Stalin, mirando fijo a Leopoldo le dijo: “Si lo he entendido bien, ustedes serían capitalistas, pero no tanto. Pero también socialistas, aunque casi nada. Llegan al poder por elecciones, pero no creen en la democracia burguesa…”

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Esto ocurría en 1953. En esa misma entrevista, y de acuerdo con el artículo de Abel Posse publicado en La Nación el 31 de julio de 2003, Bravo y Stalin hablaron sobre el peronismo; el embajador argentino intentó explicarle qué era el movimiento peronista, de qué se trataba la tercera posición y Stalin rápidamente sacó sus conclusiones. Mirando fijo a Leopoldo le dijo: “Si lo he entendido bien, ustedes serían capitalistas, pero no tanto. Pero también socialistas, aunque casi nada. Llegan al poder por elecciones, pero no creen en la democracia burguesa…”.

—”Eso mismo”— le contestó  mi marido al hombre de mirada de hielo sentado frente a él, un personaje que solía decir que la muerte de una persona era una tragedia, pero que la muerte de millones no era más que una estadística. En el primer artículo al que me referí, Leonid Valentinovich Maksimenkof agrega: “Un funcionario amigo de Stalin, Poskrebishev, después de la conversación con el Embajador cayó en desgracia. Su lugar lo ocupó V. Chernuja. Precisamente fue él quien comunicó al Ministerio de Relaciones Exteriores de la URSS el veredicto de Stalin: que el Ministerio de Relaciones Exteriores contribuye”, o sea, que se harían todas las gestiones necesarias para complacer al embajador argentino.

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Leopoldo no se casó nunca con Margarita Ioana y tal vez su solicitud no haya sido más que un favor para esta muchacha, de los tantos que se hacían en esa época. Al abrir los archivos privados de Stalin, cumplidos cincuenta años de su muerte, éstos salieron a la vista del mundo.

Cuando mi esposo estuvo en Rumania por primera vez, siendo todavía soltero, tuvo oportunidad de conocer a la famosa Ana Pauker, jefa de las tropas comunistas que entraron en Rumania y destronaron al rey Carol. Años después ella misma fue destituida y fusilada por los propios comunistas.

Más de una vez, acicateada por las dudas que siempre tuve acerca de la rumana Stamatiad, solía preguntarle a mi marido en un tono que quería ser de broma: “¿Y Leopoldo… te gustan las rusas y las rumanas?”, a lo que él habitualmente respondía, también en broma: “Sí, claro, yo creo que cada hombre debería tener tres mujeres, es la cantidad justa…”.

Leopoldo estuvo  verdaderamente enamorado de mí y de la política, del trabajo, cualesquiera que éste fuese; yo fui su compañera, la madre de sus hijos. Si me cruzaba con algún hombre particularmente apuesto lo miraba, sí, como se mira cualquier cosa bella, pensaba, “qué buen mozo” y ahí terminaba la cuestión, porque debo reconocer que fui pispireta y coqueta.

En Moscú, Leopoldo no se sentía nada feliz con la deferencia que tenía el coronel Shatalov,jefe de los astronautas rusos, para conmigo, cada vez que coincidíamos en eventos oficiales a los que muchas veces también asistía la primera astronauta rusa, Tatiana Tereshkova.

Shatalov era indudablemente apuesto y toda una personalidad tanto dentro como fuera de su país; posiblemente se sintiera atraído por mí, aunque nunca tuvo actitud alguna incorrecta, fuera de lugar. Por esos días, cada vez que Leopoldo veía que el ruso se me acercaba, con cualquier pretexto se unía a la conversación. Por las dudas. Para marcar territorio.

En ésta la segunda nota con anécdotas del libro de la doctara Ivelise Falcioni de Bravo “Memorias de la mujer del último caudillo sanjuanino”, se hace referencia a un intento de atentado que sufriera el entonces senador Leopoldo Bravo en el aeropuerto de Las Chacritas. La curiosidad de esta nota –aparte de revelar los entretelones de un hecho de la política sanjuanina- es que Ivelise lo cuenta como si se tratara de otras personas y al final recién adquiere el protagonismo. Veamos.

“La pareja llegó al aeropuerto internacional donde el hombre abordaría un avión con rumbo a Buenos Aires, como lo hacía cada semana. Dos o tres de los hijos varones estaban con ellos —la mujer no recuerda con precisión— porque de vez en cuando les gustaba ir a despedir al papá y distraerse con el despegue de las aeronaves.

El era alto, indudablemente apuesto, de porte elegante y mirada severa; ella, una rubia de mirada cálida y alerta, quien percibió ni bien entraron que algo no andaba bien. A la custodia del marido tampoco le pasó por alto que algo se estaba cocinando.

Vieron a alguien muy conocido por ellos que andaba por allí como de casualidad, al jefe de policía de éste —notorio cazador de subversivos, eran los años duros de la dictadura—, y a varios más, mal disimulados detrás de las columnas. Los encargados de la custodia se acercaron al hombre de porte elegante y le dijeron: “Mire, Senador, aquí tenemos una situación, hay gente escondida, será mejor que nos retiremos”, pero el Senador, con esa sangre fría y esa parsimonia que todos le conocían les respondió que se tranquilizaran, que las cosas no pasarían a mayores. De todos modos, volteó hacia donde se encontraba su mujer y le indicó que dejara el lugar de inmediato, que llevara a los niños con ella, y ella dudó un instante, simultáneamente consciente de que algo estaba por ocurrir y que si se retiraba con los hijos éstos no verían decolar el avión de su papá.

En ese instante un hombre se adelantó, sacó un arma de la cintura y encaró al Senador, quien también había empuñado la 45 que llevaba consigo. La custodia enloqueció y comenzaron los gritos: “¡No dispare, Senador, que ésto está lleno de gente!”, decían mientras trataban de neutralizar al agresor, un conocido gremialista.

Había una cuenta pendiente entre aquella persona muy conocida por ello, el jefe de policía de éste, el gremialista y un joven que no se hallaba presente en el lugar de los hechos. La terminal aérea se había transformado en un pandemonio. Un conocido de la familia gritaba: “¡Vámonos de aquí!”, y acompañando el dicho al hecho tironeaba de la parte de atrás del vestido de la mujer, se le rompió el cierre; el vestido comenzó a caer desnudándole los hombros —era una prenda liviana, buena para el verano agobiante de la provincia— mientras la mujer ordenaba: “¡Sáquenme a los chicos de acá, llévense a los chicos!”, y se sujetaba el vestido como podía para no quedar en cueros en medio de la sala de espera.

La esposa del doctor Scarso, que estaba a dos pasos de ella, ahí nomás se acercó y le zampó un alfiler de gancho que afortunadamente traía consigo. Medio acomodándose la ropa todavía, pero ya sin correr el riesgo de que el vestido terminara enredado en sus tobillos, la mujer se plantó delante del Senador, lo cubrió con su cuerpo y le reprochó al gremialista: “¡Traidor, mi marido lo ha tratado siempre con toda consideración, le ha concedido todo lo que le pidió!”, y le soltó una patada a los tobillos, con una potencia que hubiera hecho comerse las uñas de envidia a un goleador profesional.

El corpulento gremialista trastabilló feo y completamente enfurecido, avergonzado porque casi lo manda al suelo una mujer delante de todo el mundo, le retrucó: “¡Vos cuidate, que también estás en la lista!”.

La mujer, sin achicarse, lo toreó: “¡Ahora, ya mismo, qué estás esperando!”, sin moverse un centímetro de donde estaba, cubriendo todavía con su cuerpo la figura del Senador, que se había quedado paralizado por la sorpresa. A esas alturas ya habían intervenido los hombres de la custodia y el episodio terminó, entre forcejeos, trompadas y tirones, sin muertes que lamentar.

El senador era Leopoldo Bravo, archiconocido caudillo sanjuanino y heredero político de don Fico Cantoni, el legendario fundador del Partido Bloquista sanjuanino. Estaban en el aeropuerto internacional de Las Chacritas que el mismo Bravo había hecho construir durante uno de sus gobiernos. La persona bien conocida por la pareja era el gobernador de la provincia en ese momento, su jefe de policía era Grassi Susini, del gremialista corpulento nos reservamos el nombre, y el atentado tenía que ver, entre otras muchas cosas, con un suceso relacionado con el doctor Héctor Valenzuela, un joven abogado ultra bloquista, hijo de uno de los fundadores del partido, pero esto es harina de otro costal. La mujer que sin vacilar enfrentó al agresor era Ivelise Ilda Falcioni de Bravo, esposa del senador, su compañera en la vida y correligionaria en las lides de la política. Y es que esta mujer de mirada vivaz, madre cariñosa, esposa paciente y militante por vocación, también tiene en su haber lo que comúnmente se denominaría un temperamento explosivo.